Raquero (Archivo Javier Ortega)

Raquero (Archivo Javier Ortega)

PRESENTACIÓN DEL BLOG:

"Síguela, que es buena,

síguela, que es mala,

síguela, que tiene

pelos en la cara."




Según Esteban Polidura Gómez, esta coplilla la celebraban los raqueros de Santander a despecho de la contrariada autoridad municipal, allá por 1864, cuando aquel escritor contaba unos doce años, y Pereda daba a la imprenta sus Escenas Montañesas.



Tomo ahora prestado el primer verso para iniciar la singladura de este blog, que debe tener contenidos educativos, relacionados con la Lengua castellana y su Literatura.



Espero que sea del gusto del lector, que en él se propongan enseñanzas motivadoras, útiles y edificantes, y que se nutra de la aportación de todos los interesados en estos temas.



Muchas gracias a todos/-as por hacerle un pelín de caso.



¡Adelante, pasen sin llamar!

viernes, 26 de abril de 2013

Una paciencia infinita.


El 31 de octubre de 2012 se estrenó en España una interesante producción Golem / Paper Street Films que pasó desapercibida: El profesor (Tony Kaye, 2011). Su título original es Detachment, que podemos traducir como ‘indiferencia’, ya que al comienzo de la película se introduce una cita de Albert Camus que apunta hacia ese significado: “Jamás había sentido a la vez tal profunda indiferencia de mí mismo y mi presencia en el mundo”. Eso es lo que siente Henry Barthes (Adrien Brody), un profesor interino que nunca permanece en ningún centro en particular. Cuando conoce la escuela y a sus alumnos, se marcha, va a otro sitio, y vuelta a empezar en este interminable proceso de Sísifo en que se ha convertido ser enseñante. No es, ciertamente, una huida; es la búsqueda de otra realidad más complaciente.

El filme del londinense Tony Kaye –responsable también de American History X (1998)—incide sobre todo en la realidad oculta de los laberintos del ser. Cada uno de esos docentes oculta y sobrelleva su drama personal, su desestabilización, a menudo provocada por las fuertes tensiones que tienen que vivir en su trabajo. El profesor nos habla de un sistema que se ha derrumbado hace tiempo, como la famosa Casa Usher de Poe, ante el abandono e indiferencia de la sociedad. La mala educación que se trasluce en el filme no es sino proyección de una descomposición general de una ética y unos valores, que antaño permitían construir sobre roca. Ahora de ello no queda nada, por lo menos entre las clases bajas más castigadas. La cultura, el interés por aprender y formarse, se va diluyendo piramidalmente, hasta casi no quedar resto cuando toca la base. Si los jóvenes no sienten hoy predisposición hacia unos valores culturales que se les hacen áridos y no les seducen, es en parte porque el colectivo en que viven no los promociona lo suficiente. No ven esos códigos a su alrededor, no oyen que abran puertas ni una esperanza de futuro. Al contrario, quien se esfuerza por aprenderlos bien, no tiene asegurado un puesto laboral. La economía de mercado no gestiona la contratación de un experto en manuscritos, ni en las obras de Shakespeare, y le importa un rábano quién descubrió las ruinas de Troya o de Pompeya. Eso no da dinero. En la vida solo cuenta ser un tipo listo, que no es igual que inteligente. El listo se acomoda a lo que venga, a la supervivencia, y a veces rebasa al empollón, cuyas horas de estudio agonizan en una biblioteca o en un cuarto lúgubre y soso.
Es así que esta sociedad despreocupada envía como una fuerza de choque a quienes se atreven a enseñar. Algunos, llegados a la docencia circunstancialmente, de casualidad, y en ella se quedaron, y murieron. Desde luego, si no se tiene vocación, se arde pronto, y aun teniéndola, se exige más paciencia y templanza que el santo Job. Estas cualidades son las que ha desarrollado el Sr. Barthes, protagonista del filme de Kaye: de nada sirve enfrentarse a un grupo de vándalos a los que tienes que soportar estoicamente día tras día, mes tras mes. Se necesita, además de “mano izquierda”, capacidad de aguante, de resistencia moral: que te resbalen los insultos, los motes, los comentarios fuera de tono y lugar, dichos en tu cara. Hay que entrar en el aula vistiendo un impermeable, hasta que los cabecillas rebeldes se cansen y se serenen un poco. Que vean que no pueden con uno, y que el profesor, en vez de responder a las agresiones verbales y malos gestos con otros parecidos, establece un diálogo y tiende su mano. El profesor no es el enemigo, sino el aliado, en la medida en que no está allí para confraternizar en familia, sino para ayudar profesionalmente, para asistir al que lo necesita. Lo importante es dejarse ayudar, y algunos chicos suelen responder bien cuando sienten que no se les devuelve el golpe. Profesor y alumno rebelde deben darse una oportunidad mutua.


 Una vez que se llega a cierto entendimiento –pese a no poder nunca bajar la guardia—, que se puede contar con una tregua, ya que no con el soñado armisticio, hay que trabajar con el grupo. Como dice un colega mío –y dice bien--, antes el profesor era el que marcaba el ritmo de trabajo; ahora son ellos quienes lo marcan. La batuta directora ha cambiado de mano. La administración educativa suele pedir a los profesores que acomoden el nivel de las enseñanzas a la idiosincrasia de sus alumnos. La “atención a la diversidad” –hacia aquellos que querían pero no podían—ha pasado a ser “claudicación a la generalidad”, donde se opera bajo mínimos. Por lo menos, en una escuela pública como la de la película. La administración intenta que la nave no se hunda aunque haga aguas por todo el casco. Hay que seguir sin fuerza motora, sin velas incluso, a puros bíceps, bogando. Se tiene que guardar a los chicos en el redil, y al mismo tiempo justificar unas calificaciones, refracción de un bagaje ficticio.
El guion de Carl Lund introduce una mordaz secuencia donde un empresario especializado en la venta de material pedagógico reúne al equipo docente en el salón de actos. No se crean que su método busca formar mejores personas, no. Lo que le importa es que mejore la depauperada fama del instituto para que se corra la voz y se revaloricen las manzanas de casas aledañas a la escuela. Si aumenta el nivel, vendrán más familias, y las viviendas subirán su precio al crecer también la demanda para ocuparlas. Así funciona el mercado: como un gancho de matarife o una guadañeta.
A los alumnos díscolos se les puede desactivar de dos maneras sin echarlos del aula: con la templanza, entendida esta como ‘moderación’ y ‘continencia’, demostrada por el Sr. Barthes en su presentación a la clase; o como un artificiero, neutralizando el explosivo, que es la táctica humorística escogida por otro educador, el Sr. Charles Seaboldt, cuando ladra cual perro que le ladra a él, hasta desconcertar al animal. Veamos estas dos formas tácticas de demostrar empatía:
 



Como comprobamos, Barthes aguanta invectivas contra él, pero no tolera las agresiones contra compañeros de clase. Inmediatamente expulsa al chico que insulta a otra alumna. Y que se vaya donde quiera este elemento. O que no vuelva.
Decíamos al principio que El profesor muestra el interior del infierno pero que no se queda en él, pues prenden otros muchos fuegos en el espacio privado de los educadores. La directora del centro, crónica de una destitución anunciada, sufre de un matrimonio naufragado. El Sr. Seaboldt se atiborra de tranquilizantes. Los nervios de la orientadora no pueden más ante tanto fracaso. El mismo Sr. Barthes arrastra una infancia solitaria, golpeada por la reclusión y los abusos de su abuelo a su madre, quien acabó suicidándose. Kaye reproduce muy bien el sofocante laberinto de las Cárceles de la memoria, de Piranesi, en los sórdidos pasillos de una escuela. El nihilismo, la falta de bellas ilusiones en las que todavía creía ingenuamente el profesor Thackeray (Sidney Poitier) de Rebelión en las aulas (1967), se adueñan de estas torturadas vidas. Unos docentes que padecen la condena de los carceleros en un correccional. Días oscuros, grises, sin respuesta, en un invierno glacial. Días que traen a la chiquilla prostituida y a la alumna obesa sin autoestima, que elige el final de Cleopatra. La Educación ya es una historia de terror. La última secuencia de la cinta muestra a Barthes rodeado de un interior destruido, asolado por una hueste de vándalos: mesas, sillas, papeles, archivadores, libros, cuadernos, todo tirado por el suelo. Su destino. “No sé cómo sucedió; pero a la primera ojeada sobre el edificio, una sensación de insufrible tristeza penetró en mi espíritu (…) La simple casa, el simple paisaje característico de la posesión, los helados muros, las ventanas parecidas a ojos vacíos (…) Una completa depresión de alma que no puede compararse apropiadamente, entre las sensaciones terrestres, más que con ese ensueño posterior del opiómano, con esa amarga vuelta a la vida diaria, a la atroz caída del velo” (E. A. Poe, El hundimiento de la Casa de Usher).
 
 

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