“A
las cuatro de la tarde, la chiquillería de la escuela pública de la plazuela
del Limón salió atropelladamente de clase, con algazara de mil demonios. Ningún
himno a la libertad, entre los muchos que se han compuesto en las diferentes
naciones, es tan hermoso como el que entonan los oprimidos de la enseñanza
elemental al soltar el grillete de la disciplina escolar y echarse a la
calle piando y saltando. La furia insana con que se lanzan a los más
arriesgados ejercicios de volatinería, los estropicios que suelen causar a
algún pacífico transeúnte, el delirio de la autonomía individual que a veces
acaba en porrazos, lágrimas y cardenales, parecen bosquejo de los triunfos revolucionarios
que en edad menos dichosa han de celebrar los hombres... Salieron, como digo,
en tropel; el último quería ser el primero, y los pequeños chillaban más que los
grandes.”
(Benito Pérez Galdós, Miau, 1888).
Mi entrañable
don Benito, sin duda el mejor talento narrativo español después de Cervantes.
Nadie ha descrito mejor ni ha homenajeado tan perfectamente a los colegiales.
Esa alegría eterna de los niños, que al margen del mundo adulto, ilumina sus
vidas hasta en los momentos más terribles.
“Ningún himno a la libertad”, ni la
Marsellesa, apunta el escritor, es tan sublime, natural, espontáneo y bello
como el que entona a grito pelado la chiquillería al abandonar el aula de estudio.
“Aula”, o “jaula”, pues a más de uno le parece un acierto insufrible pasar seis
o siete horas delante del Maestro de Justicia, oyéndole debatir, dictar apuntes
o preguntar por la lección o los ejercicios. En la época de Galdós, además, el
maestro tenía vara: podía pegar a los niños si se reían en clase, no trabajaban
en lo mandado o cometían alguna falta o tropelía. Es natural que después
abandonaran la escuela como los leones la pista de circo, huyendo del látigo
del domador. Además, como se hace con los monos cuando realizan una gracia
oportuna, los niños no reciben el cacahuete; a lo sumo el demorado boletín de
notas.
Imaginad aquella
juvenil turbamulta apoderándose de la bien merecida salida, algunos con las
heridas leves del día, por una riña o pelea, otros con el rebozo de la tunda
del maestro todavía pendiente en su cara. Marcas que son para Galdós “bosquejo”, es decir, imitación relativa
de los “triunfos revolucionarios” que
en “edad menos dichosa” –esto es, en la madurez—“han de celebrar los hombres”. Los seres humanos estamos condenados
al esfuerzo, al compromiso, a la lucha de superación. Nada se regala, o poco.
Hay un refrán que dice que “El que algo quiere, algo le cuesta”,
y es verdad. La vida no se nos da hecha; tenemos que hacerla nosotros, que la
vivimos. Por eso decía también Galdós que cada uno lleva consigo su propia
novela. Escribimos los datos de nuestro afanoso existir a diario, con nuestras
acciones, buenas, regulares o malas. Y a veces ni somos receptivos, ni
encontramos receptivos, ni proclives a nosotros, a los demás, que pueden
oponérsenos y hasta “hacernos la pascua”. A menudo, quien más tiene se
aprovecha del que tiene menos, y quien menos ama es llama de quien arde en
amor. Donde quiera que uno vaya –sigue hablando don Benito—habrá hombres que
manden sobre los otros y les cojan la voluntad.
La ambición, el ansia de ser
más, de dominar, es un mal humano que también existe en la ley biológica del
más fuerte y capacitado. Lo señaló muy claramente Fernando de Rojas, en su
prólogo filosófico a La Celestina (1499): “Todas
las cosas se crían a manera de
contienda o batalla […] Hasta los groseros milanos insultan dentro en nuestras
moradas los domésticos pollos y debajo las alas de sus madres los vienen a
cazar”.
Y luego continúa nuestro agudo bachiller: “¿Pues qué
diremos entre los hombres a quien todo lo sobredicho es sujeto? ¿Quién explicará sus guerras, sus enemistades,
sus envidias..?” Cuando
Melibea muere, su padre Pleberio se lamenta desconsolado y arremete contra el
mundo, que le parece “un laberinto de errores, un desierto
espantable, una morada de fieras, juego de hombres que andan en corro”. O lo que es lo
mismo: la danza de brujas en un aquelarre o la danza de la Muerte,
personificada, que llama a todos por igual. Y lo malo es que no podemos escapar
a los embrujos y sortilegios de la vida, pues somos seres sociales, y debemos
estar preparados para los golpes y fortunas que estén por venir. El personaje
extraordinariamente individualista de Areúsa se cree espíritu libre: “Me
vivo sobre mí [esto es, ‘vivo por mí misma, hago lo que quiero’], desde que me
sé conocer [‘desde que tengo uso de razón’]. Que jamás me precié de llamarme de
otro, sino mía”.
La pobre infeliz no sabe lo que le espera. Nadie es enteramente libre, pues
todos, en mayor o menor medida, dependemos de lo que hagan los demás. Vivimos
encadenados, amarrados a una cadena de favores. Hay cierto mecanicismo: si yo
impulso la ficha, derribará a las otras del dominó. Y a menudo es difícil
salvarse de la relación causa-efecto.
Por eso la
infancia es la mejor etapa de la vida para ser feliz. Galdós aprecia y alaba
ese delirio infantil hacia lo espontáneo sin atender a contextos: ese griterío,
--más pronunciado en los pequeñines--, que se le antoja la chispa de la vida,
la mejor música para mayores, la razón oculta que nos ha traído aquí, el
impagable canto a la libertad.