Comenzaba yo, hace once años, mi andadura profesional como docente de la Secundaria pública, cuando recibí una de las mayores satisfacciones de mi vida.
Di con un centro (sección), el I.E.S. Anselmo Lorenzo, en Morata de Tajuña (Madrid), donde los sencillos chavales del pueblo se referían a su profesor con esa vieja palabra de respeto y autoridad: "maestro".
El cura, el alcalde, el maestro y el boticario fueron antaño los pilares constructores de los municipios de España y de los países latinos mediterráneos. Lo podemos ver en películas nuestras de 1940 y 1950, como las de Berlanga y José Luis Sáenz de Heredia.
Ser "maestro" en un lugar pequeño y tranquilo quería decir mucho. Era estar en posesión del saber. Era ser venerado y consultado por los pobres vecinos sin estudios. El pastor sabía de ganado y de plantas beneficiosas; el labrador, de las plagas, los sembrados y la cosecha; el sacerdote de cómo ser buenas personas para salvar el alma; el alcalde era un poquito mandón y terrateniente. Cada uno llevaba la cultura a su modo. Solo el maestro entendía de todo: de letras, de ciencias, de Historia, de política, de porvenir. En las decisiones importantes, se reunía en cónclave con el cura y el regidor. A menudo, estaba soltero y vivía solo. Otras veces, con la hermana o con una asistenta madura. La gente estaba atenta a lo dicho por él. Y sus reprimendas no admitían discusión. El maestro era pobre, humilde, no tenía dinero ni entendía de cómo ganarlo. "Pasa más hambre que un maestro de escuela", se solía espetar a alguien de manera denigrante. Esos calopinos silenciosos fueron tallando y puliendo las almas y las mentes de los nuevos agricultores, y también de futuros abogados y médicos (pues muchos chavales optaban por dejar el pueblo --como vemos que sucede en El camino, de Delibes-- y marchar a la ciudad, a informarse y formarse mejor).
Pero, aunque partieran, siempre quedaban los recuerdos: las travesuras y correrías infantiles, los paseos junto al pastor por el monte, los baños en el río, el tirachinas y la primera escopeta de perdigones, el primer beso... Y el maestro. Lo aprendido con él. Con autoridad bien entendida. Porque una vocación como esa es entrega en cuerpo y espíritu, y convierte en propios a los hijos de los demás.
Hoy día ya no se utiliza generalmente esa mágica dicción, "maestro", sino "profe". Y aunque "profe" también entraña cariño, "maestro" aludía a la forja de hombres, a enseñar en el sentido más generoso, más genuino y amplio. A preparar a los muchachos para la vida, inculcándoles una ética, un respeto, una responsabilidad, y un verdadero amor por construir en este mundo sobre roca. Porque, como decía Cecil B. DeMille, el director más bíblico de Hollywood, al término de su autobiografía, somos solo lo que construimos; cuando nos vamos, eso queda.
Reproduzco a continuación una carta, remitida a XL Semanal de ABC por Juan Luis Hernández Gomila (de Mahón, Menorca) y publicada el 22 de abril de 2012. La misiva, breve pero contundente, sintetiza con elevado romanticismo ese tardío agradecimiento del alumno al maestro. ¡Ah, compañeros míos, si fuera verdad lo que se reconoce en ella! Otra sociedad tendríamos hoy. Una sociedad de valores ejemplares y positivos. No una mezquina y podrida. Los jóvenes padres de esta carta no solo son capaces de recitar a Bécquer, sino que, en el colmo de la reverencia, han puesto a su hijo Gustavo, por el poeta, y por el hombre que con paciente amor y entrega se lo enseñó y se lo hizo querer. El buen recuerdo es el único premio a nuestra profesión. Queremos que se nos recuerde... y nos gusta recordar, como Mr. Chipping (Mr. Chips) en la entrañable novelita del idealista James Hilton. Caras, nombres, cursos, personas... Acaso en nuestra apartada soledad, el dulce terrón invisible del trabajo bien hecho.