Cuenta Julio
Verne que el caballero Phileas Fogg, para ganar las veinte mil libras de su
apuesta de que sería capaz de dar la vuelta al mundo en ochenta días, se gastó
sesenta mil dólares en comprar un viejo vapor de hierro y madera, con el que
cubrir las 3.500 millas que separan Nueva York de Liverpool. Ni corto ni
perezoso, con la ayuda de Picaporte y de la marinería, para dar más presión a
la maquinaria, se puso a desmantelar el Enriqueta
en alta mar. Y así, a costa de la toldilla, el entrepuente, los paramentos de
los camarotes, el puente, los palos, las sillas y mesas, y si se me apura,
hasta los mondadientes, el barco pudo alcanzar sus buenos doce nudos y llegar a
Inglaterra. A costa de sacrificar lo innecesario para alzarse con lo
indispensable, quedó en el casco de hierro y poco más. El objetivo estaba
cumplido.
España va
ahora a bordo de otro Enriqueta, que
además de ver cómo pierde cada día una parte de su estructura, lleva una
importante vía de agua en el casco, y amenaza hundirse si no llega a puerto
pronto. El doble problema es que en él viajan la Educación, la Sanidad, las
pensiones, y el empleo precario de muchas personas. Voy a volver a ocuparme,
una vez más, de la Educación, de la Enseñanza, que es la materia que mejor
conozco y la asignatura que mejor llevo aprendida.
Desde el
gobierno del Partido Popular se habla de incentivar la calidad de la Enseñanza,
que está bajo mínimos. Se propone gestionar mejor los recursos y rehacer el
currículum y las opciones educativas del programa de estudios. Bien, noble
propósito. Pero ya me dirán cómo sin inversión de capital. ¿Cómo construir
itinerarios, diseñar planes de inserción laboral para alumnos desmotivados (o
discapacitados), replantear el Bachillerato y los contenidos de las enseñanzas
medias obligatorias, dignificar la Formación Profesional, etc… sin dinero?
Lamentablemente, no tenemos al genio de Aladino para que haga todo eso por arte
de magia.
A los
profesores se nos está pidiendo, contradictoriamente, que aumentemos el número
de horas de clase a la semana, que contemos con más alumnos en el aula, que
dispongamos de menores recursos de ayuda, ¡ojo!, no solo para nosotros, sino
también para los alumnos, que los necesitan. La última genialidad del actual ministro
de Educación, José Ignacio Wert, fue plantear la conveniencia de meter más
niños por clase, porque, según él, así socializan más, que si no están
demasiado solos los pobrecitos. Así se dan más calor y coba fraternal unos a
otros. ¡Ni que estuviéramos en la época de las inclusas de Dickens!
Así pues, a
todas luces se ve que no puede existir buen propósito si no hay raciocinio.
¿Cómo conseguir mejorar los niveles de comprensión y las competencias de los
alumnos, si se piensa en meterlos en el camarote de los hermanos Marx? No se
puede hacer como los publicanos y fariseos, que predicaban obrar conforme a la
ley, y luego hacían a su antojo todo lo contrario. Lo malo es que vivimos en un
país que se traga todo, menos que un equipo de los grandes baje a segunda
división. Entonces es cuando la gente, haciendo suya la causa del calzoncillo y
la camiseta, se echa a la calle en airado malestar. Lo vemos a diario los
profesores con esas familias que casi se desentienden de la evolución y
aprendizaje de sus hijos adolescentes, que ni se dejan ver por el instituto en
todo el curso, que les importa un bledo si sus chicos repiten y se estancan, y
que solo les interesan las seis horas de gratuito recogimiento del menor que se
ofrecen al día. Como si el colegio fuera una guardería. Nosotros –y me
enorgullece afirmarlo—nos preocupamos por sus hijos mucho más que ellos. ¿A
cambio de qué? De la ingratitud, que es un mal de la sociedad española –como se
encargó de denunciar Galdós--, disfrazada a menudo de la indiferencia, cuando
no de la crítica, o hasta del insulto mezquino.
La Educación no se puede llevar –como hay
quien pudiera pretender—un cheque en blanco, porque es tarea de todos: en
principio de nosotros los docentes, pero también de los propios chicos, sus
familias y la sociedad entera. Si no colaboramos todos, el dinero que se
invierta se irá por la alcantarilla, como la ilusión de las banderitas de papel
en Bienvenido, Mr. Marshall. Por eso,
cualquier plan eficaz que se acometa tiene que ser consensuado, apoyado y realizado
por el país en su conjunto. ¿Qué salvó a Gran Bretaña en los difíciles tiempos
en que su cielo era un infierno? El tesón y empuje de un líder carismático que
supo transmitir a su pueblo que el sacrificio que se hacía era lo que se debía
hacer. Y así pudo contar con la ayuda de todos.
Fe, confianza en el sacrificio, en el
esfuerzo, en la labor común. Para ello, transparencia, honestidad y ejemplo de
nuestros mandatarios. Hay que devolver la confianza a la gente que hace la
nación.
Para salir de una crisis se necesita
confianza y empeño. Hay que favorecer la cultura del esfuerzo. Los
adolescentes deben saber que el aprendizaje exige que ellos pongan de su parte,
y que si bien el universo global informático y tecnológico es una herramienta,
solo será útil si es bien utilizada. No se aprende pasando horas delante del
ordenador, si uno, previamente, no ha sido educado, desde pequeñito, desde los
seis o siete años, en ejercitar la atención, la comprensión y la memoria. Se
estima que el 30% de los niños que acaban la Primaria no saben leer
adecuadamente: cambian sílabas, se comen palabras y no son capaces de
reflexionar sobre lo leído. Evidentemente, las primeras fases del aprendizaje
son cruciales para construir un edificio sólido. Debe, por ello, fortalecerse
el trabajo de los niños durante la Primaria, desde los seis años en adelante.
Hay que madurar la comprensión lectora, la reflexión escrita y oral, el
vocabulario, las habilidades de cálculo mental. Y perder el miedo a fortalecer
los contenidos conceptuales, porque es la única manera de reforzar al alumno a
medio y a largo plazo. Como ha observado José Antonio Marina, el adolescente de
hoy madura cada vez más tarde, porque se le pide menos. Se baja el listón, y el
muchacho se acomoda a lo fácil. De tal modo que es muy difícil imponer al año
siguiente lo que antes no se ha trabajado. Dejemos --¡pobre!—que el alumno no
acentúe bien, que pase con faltas, que no sepa resumir un texto, que no sea
capaz de escribir cinco líneas con sentido… ¡Ya se encargará de solucionarlo el
profesor del curso próximo, o el de los años venideros! Total, no suelen venir
los padres para decir: “Si mi hijo no sabe, que no pase; exíjanle Vds., que yo
cumpliré también con lo que me toca”.
La administración debe terminar con la
promoción automática. El alumno que no ha aprendido lo suficiente, no puede
pasar de curso, como de hecho hasta ahora está sucediendo. Esos alumnos
–cuando son varios en una clase-- perjudican seriamente el rendimiento de sus
compañeros. No hay mayor pecado que no querer aprovechar una oportunidad. Para comprometer a las familias, la
enseñanza debería resultar gratuita solo conforme a los resultados obtenidos.
Es decir, en el momento en que un alumno repitiera curso, se debería cobrar su
plaza a sus padres. Siquiera una cantidad simbólica el primer año, pero severa
si el fracaso continúa. Hay que obtener de las familias una voluntad de
compromiso. En mis tiempos de estudiante, conocí chicos de extracción humilde,
que a lo mejor hasta tenían que ayudar en casa o en el trabajo de los padres, y
que sin embargo eran alentados a estudiar y a conseguir unos buenos resultados.
“Yo no estudié –se solía oír--, pero quiero que mi chico estudie. Y más le vale
que se aplique”. No les pasó nada por ello, ni acabaron desquiciados o tarados
por pedirles ese esfuerzo. Algunos, bastantes, han hecho carrera. (Yo mismo soy
hijo de un padre con el Bachillerato elemental y una madre con poco más. Cursé
una carrera y un doctorado, sin un modelo en casa, pero sí con el apoyo de mis
padres y la exigencia constante de un empeño. Y mi hermano también logró su
licenciatura).
Estoy de
acuerdo con el gobierno del PP en aumentar las tasas académicas universitarias
de acuerdo al nivel de aprovechamiento. Que quien no aproveche su plaza, pague
mucho más. Hay mucho “niño de papá” yendo a la cafetería de una Facultad a
perder el tiempo dos o más años, y sin embargo pagando igual que quien le
cunde. Esa misma medida, o parecida, sería de aplicación en la ESO y en el
Bachillerato subvencionado. Ninguna de nuestras universidades (79) se halla
entre las 150 mejores del mundo, mientras que tan solo el estado de California
–tierra a la que bautizamos nosotros con un nombre mítico sacado de las Sergas de Esplandián—tiene diez campus
de excelencia. Y recordemos que llevamos ya unos cuantos años con universidades
privadas, y no solo públicas. Claro que, en EE.UU., no se queda enseñando un
profesor que no demuestre competencias superiores en su cometido educativo.
No hay que igualar a la baja –como la LOGSE
socialista defendió—sino al alza. En realidad, los desdobles en ciertas clases
deberían servir para motivar el progreso de los alumnos, y elaborarse a partir
de los más esforzados, como se obra en países europeos de nuestro entorno.
¿Tiene derecho a recibir ayuda el que quiere y no puede? Por supuesto. Y es ese
uno de los capítulos para la mayor inversión económica. Porque hay que dar
opciones: itinerarios, formación en el ámbito profesional, diversificación y
modernización del currículum. Quizá una buena iniciativa sería dar presencia al
mundo empresarial y emprendedor dentro de la escuela, a través de asignaturas
del tipo “el mundo de la empresa”, y ciclos de charlas de profesionales del
medio con los alumnos. La escuela tiene que responder a la demanda laboral y
formativa del momento, y no debe ser algo viejo y anquilosado. De otro modo,
perjudicamos el futuro de nuestros alumnos, distanciándoles del mundo real. En
lo que nos atañe, los profesores no deberíamos ver a esos profesionales como a
unos “intrusos”, sino como a unos colaboradores, representantes de lo que la
sociedad propone. Tenemos que perder el miedo a la realidad.
Muchos jóvenes
son demasiado “felices” ahora, y poco responsables. Siempre he recordado a Simón Rodríguez, maestro ilustrado de
Bolívar, quien defendía que los niños no deberían abandonar la escuela sin
haber aprendido antes un oficio. El Sr. Francisco Aranda, vicepresidente de
FENAC, resume el problema en cuatro factores fundamentales: el rápido
envejecimiento de la población española, sustituida, cada vez más, por unos
trabajadores poco preparados; la escasez de ofertas en estudios de diplomatura
(cualificación media), que van a ser mayormente demandados en los próximos
lustros; la nula correspondencia entre el currículum escolar y la demanda
laboral; y por último, el elevado desempleo juvenil que presenta España: un
50%, altísimo, frente a la media europea (22,4%). Los propios investigadores
Manuel de la Cruz y Miguel Recio Muñiz, del proyecto Active Progress de CC.OO., reconocen la casi nula posibilidad de
inserción laboral de los jóvenes que han abandonado los estudios y presentan,
por ello, un perfil no cualificado. ¿Qué
se puede hacer –a mi modo de ver-- para que los jóvenes se formen y no
claudiquen? Mayores y más seductoras ofertas formativas en los centros
escolares; concienciación sobre la ley del esfuerzo en alumnos y familias;
participación de toda la tribu en construir un sistema sólido y consensuado.
Y la
administración debe estar ahí para dar ejemplo de conducta y para potenciar los
recursos educativos, que exigen, no una inversión sin resultados, sino
comprometida. Ya que vamos en el barco de Phileas Fogg, por lo menos que
lleguemos a puerto.
En
Madrid, a ocho de mayo de 2012.
Antonio
Ángel Usábel
(Profesor
de Enseñanza Secundaria)
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